El número diecisiete es un buen número. Tiene un siete, me
gustan los sietes.
A veces, cuando los días se vuelven una tortura como está
pasando últimamente, recuerdo cuando todavía tenía diecisiete.
Cuando todavía no había decidido qué quería hacer con mi
futuro, cuando lo único que me preocupaba era que el chico que me gustaba me
siguiera la corriente, cuando lo único que pasaba era que pasaba desapercibida
entre toda la gente que había en mi instituto.
Cuando el rojo era un color importante, y existía un sofá.
Si, hubo un sofá antes. Uno dentro de una metáfora que terminó en una ruptura
triple.
Cuando había alguien que se preocupaba desinteresadamente
por mí, aunque todo el mundo idealizaba una relación entre nosotros.
Cuando regalé una caja de color dorado, porque el color
dorado era importante, como tu guitarra.
Cuando no faltaba nadie en el mundo y éramos tres para tres.
Cuando no lloraba por tener que recordar todo esto mientras
lo escribo, porque echar de menos lo que ya no tienes es muy fácil, y volver a
encontrarlo es muy difícil.
Cuando empecé a escribir, y Ange, Elle y Alma eran tres
perfectas réplicas, y todo lo que tenía era mucha inspiración y muchas ganas de
que alguien lo leyera entendiendo que era lo que estaba pasando.
Cuando todavía tenía conciencia en la cabeza y no la notaba
como un inmenso y oscuro vacío en el que no aparece nada, y la semana
complicada era la semana en que tenía exámenes y nada más.
El número diecisiete era un buen número.