Tenlo claro...

La primera vez que traspasó aquella puerta, apenas alcanzaba el metro de estatura. Se quedó en el umbral, aspirando el aroma a magia que desprendía aquella casa. La estancia estaba en penumbra, iluminada únicamente con una luz anaranjada, sin fuente aparente, al menos el pequeño no sabía de donde venía.

Se atrevió a dar un paso, y otro, y otro, hasta que se encontró de frente con la dueña de la casa, la que lo había traído hasta allí. Estás entrando en el mundo de los sueños, el mundo de las artes, el mundo ficticio y real, donde todo se rompe y se regenera de nuevo. Donde todo es infinito. Ahora te lo creerás, pero cuando seas mayor, empezarás a ponerlo en duda.

Los adultos son todos unos ilusos, no saben que la literatura lleva a todas partes.

domingo, 21 de febrero de 2010

Antología de un matrimonio que nunca llegó a casarse

Yo era muy pequeña para entender todo aquello que me rodeaba. Aquella sensación de hostilidad y acercamiento.
Con 5 años había conseguido calificar a mi madre como puta. No, se portaba muy bien conmigo, realmente esa era su profesión, pero con cinco años no te paras a sopesar el uso de eufemismos.
Y como mi madre era lo que era, yo no conocía a mi padre. Tampoco sabía si mi madre sabía quien era.
Nos mudabamos continuamente, de un apartamento a otro, y yo casi no tenía amigas. Solo mi madre, y un pequeño conejo de juguete que conservaba desde mi año de vida. Mi madre ahorró dos años para poder comprármelo, y lo mínimo que yo podía hacer era guardarlo y cuidarlo.
Pasamos así hasta que yo cumplí los diez. A esta edad yo era plenamente consciente de lo que la palabra prostituta significaba, y desde luego, no tenía nada que ver con una vida color de rosa, ni una jabonera en el baño, ni siquiera con un ámbito familiar normal.
El modus operandi que teníamos las dos era simplemente, pasar el mayor tiempo del día posible y, cuando algún hombre llegaba a casa, yo salía a pasear o me encerraba en mi cuarto, con la cabeza bajo la almohada, aunque esto sirviera de poco.
Pero un día, cuando yo tenía doce años, entró por la puerta un hombre, vestido muy elegantemente, con un traje del ejército.
Habíamos entrado en guerra no hacía más de unos meses, pero nuestra zona estaba perfectamente a salvo. Mi madre salió de la cocina envuelta en una bata y con los rulos puestos. Cuando observó aquel espejismo en la puerta se escabulló escaleras arriba.
Yo supuse que sería un cliente, así que lo guié hacia el salón y le ofrecí una copa de bourbon, que era el único alcohol para hombres que había en la casa. Aceptó a gusto, y se quitó el sombrero. Pude verle mejor la cara.
Yo era una chiquilla, con los ojos verdes de mi madre y el pelo rubio, a pesar de que ella era morena. Era, según decía mi abuelo cuando aún vivía, una belleza sureña. Nunca le creí. Aquel desconocido, ese hombre, tenía algo que me recordaba mi reflejo en el espejo del baño todas las mañanas. Pero no conseguía averiguar el qué.
Me tendió una mano y tiró de mi para que me sentara en su regazo. Por un momento temí que fuera a pasar algo, pero mi voz interna me hacía confiar en aquel completo desconocido. Y me senté.
Me abrazó con todas fuerzas y yo dejé caer mi cabeza sobre su hombro. Seguía sin tener claro porqué aquella calidez me resultaba tan familiar y conocida, hasta que mi madre apareció en escena.
Traía un fajo de papeles en la mano, del tamaño de recibos. Eran recibos.
Aquel hombre, que después averigüé que se llamaba Dominique, me bajó de sus piernas y me acomodó en el sofá a su lado. Mi madre ocupó la butaca y le tendió los recibos. Yo me quedé dormida a la media hora, abrazada al brazo de aquel hombre, que me acariciaba la cabeza con sus dedos y que había sido el primer cliente que me había tratado como realmente era, una niña de apenas doce años.
A la mañana siguiente, él seguía allí. Desayunó con nosotras y por la tarde me llevó al cine. Yo nunca había ido al cine, y me asusté en una secuencia en la que un chico corría hacia nosotros, los espectadores.
Tuvimos una semana perfecta. Mi madre ya no aceptaba clientes, y ahora trabajaba de camarera en un bar de las afueras, mientras que Dominique, al que acabé asimilando como padre, pasaba las tardes enseñándome a construir maquetas y a dibujar.
Pero Dominique se tuvo que ir. Le llamaron al frente. Mi madre insistía en casarse con él, para evitar que fuese a la guerra, por tener familia, pero él se negó. No quería casarse con ella solo por conveniencia, pero le prometió que cuando volviera se casarían por gusto y no por obligación. A mi me regaló un colgante. A mi madre un beso.

No lo volvimos a ver más. Dos meses después, la guerra había finalizado, y Dominique seguía sin dar señales de vida. Mi madre no abandonó el trabajo en el bar, y yo pasaba las tardes dibujando la cara de Dominique, intentando que no se borrara de mi cabeza.
Un día ya no fui capaz de dibujarla con propiedad, y al siguiente no era capaz ni de recordarla.
Pero nunca me olvidé de Dominique. Los domingos mi madre me llevaba al cine con la propina que ganaba. La primera vez que fuimos ella también se asustó.

Ahora tengo treinta años. Mi madre murió hace dos. Todos los aniversarios de su muerte, voy a dejarle un ramo de rosas blancas.
Siempre que voy, hay una carta escrita a mano, dirigida a mi y a mi madre. Es de Dominique. No sé si sigue vivo, o simplemente es un descendiente que cumple con el deseo de un difunto. Solo sé que nunca fue su menester abandonarnos.
Por lo que leí, la relación con mi madre nunca fue amorosa, fue una amistad derivada. O confundida. Pero de ahí surgió el futuro de ambos: yo. Realmente cuando llamaba padre a Dominique no me confundía. Aquel hombre que entró por la puerta un martes, en plena noche cerrada, era mi padre. Aquellos recibos… Los pagaban a medias.
Si alguno de los dos viviese todavía a mi lado, podría preguntarles. De momento, tengo suficiente con que mi hijo, de tan solo dos años de vida, viva siempre con su padre y tenga una casa donde los hombres no entren y salgan cuando les plazca.

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